Apuntes sobre el Bicentenario Argentino



Por Pablo José Semadeni (*)

Con el Cabildo abierto reunido en Buenos Aires el 22 de Mayo de 1810 comienza a resquebrajarse, lentamente, el pacto colonial mantenido con la monarquía española. Este “pacto” venía ajustándose, por lo menos, desde fines del siglo XVIII, cuando la dinastía de los Borbones estableció una serie de ambiciosas reformas en el plano fiscal y militar para sus dominios en América. Los grupos criollos americanos, sin embargo, tenían una rica experiencia a la hora de manipular estas iniciativas, escudados en el Derecho local, por lo que, cuando Fernando VII abdicó en Bayona, se encontraban preparados para capturar los principales hilos del poder.
1810, por lo tanto, es el punto de partida de un Estado y de una Nación pretendidamente soberanos, proceso que culminó recién en 1880, después de una “larga espera” de setenta años. Mientras tanto, las Provincias Unidas del Río de La Plata vivenciaron una compleja transición en las formas de gobierno y en la readecuación de su sistema económico y social. La división de poderes, la opción por la fórmula federal y el conflicto por los recursos de la aduana de Buenos Aires, fueron temas urticantes, que recién pudieron saldarse en 1880, con el surgimiento de una elite nacional entrenada en establecer acuerdos totales o parciales. Porque hasta 1880 no existía una elite dirigente que pudiera constituir al país (tampoco una burguesía), a pesar del antecedente que significó el gobierno de Rosas, cuya unanimidad sirvió para disciplinar la sociedad, hecho reconocido por sus adversarios políticos.
De esta manera, en torno a 1880 nace el mito de la Argentina moderna, bien que de matices periféricos, ya que debió forjar un pacto “neocolonial” con Inglaterra, por entonces la locomotora de la economía mundial. Treinta años más tarde (1910), se celebró el Centenario de la Argentina, en medio de salvas al progreso económico y, en general, al proceso de modernización que vivía la sociedad. A pesar de este entusiasmo, ya en 1910 algunos lúcidos pensadores observaban al país con pesimismo, y no sólo núcleos obreros o disconformes con el régimen conservador imperante. Alejandro Bunge, por ejemplo, proclamó desde el seno de la elite dirigente los logros precarios de la economía argentina, asentada sobre el modelo agroexportador. Bunge advertía el peligro que significaba mantener este modelo, sin avanzar en un decidido proceso de industrialización. Con la crisis agraria de 1908, estas sospechas se fortalecieron, por lo que, a nuestro criterio, la decadencia del país no debe ubicarse en 1930 o 1945, sino que fue constitutiva de su propia formación en la temprana Modernidad. La idea de marginalidad y decadencia, por lo tanto, parece ser una figura mucho más recurrente en nuestra historia, achacándose el estancamiento al exiguo mercado interno nacional (comparado con Estados Unidos y Brasil), a la vez que la elite dirigente no podía destruir jamás su criatura, de la cual se sentía orgullosa, debido a la hegemonía política, económica y cultural que presentaba entre todos los intersticios de la sociedad.
Sobre estas bases precarias el siglo XX argentino vivió en un “equilibrio inestable”. Por supuesto, hubo elaboraciones muy ricas y significativas, como el peronismo y el desarrollismo, que no pudieron, sin embargo, neutralizar los vicios de origen, y antes bien el ambiente comenzó a enrarecerse, hasta perderse, por completo, una visión estratégica del país, hecho profundizado a partir de 1976 y luego con los gobiernos democráticos. En el siglo XX Argentina cortó, también, sus lazos complementarios con el continente europeo, para vincularse con un país competidor como Estados Unidos, que hizo tabula rasa con las veleidades de la cultura vernácula. De aquí en más, por lo tanto, comenzó a vivirse en una permanente fantasmagoría, siendo conducido el país con oportunismo, ignorancia y cinismo. El esquema de situación, sin embargo, fue muy bien leído por algunos agentes sociales, como dirigentes políticos y empresariales, que de allí en más apelaron a “corregir” el sistema cada tanto, mediante devaluaciones, transferencias de ingresos, sustitución de importaciones e imposición de cargos para pagar la creciente deuda externa. Tan burdo mecanismo, que una vez puesto en funcionamiento conduce siempre al agotamiento, debido a las características de acumulación de capital de nuestro país (la falta de inversión genera inflación), todavía es escasamente comprendido en el presente.
Mucho agua ha corrido bajo el puente desde 1810 o 1910. El 2010, por otra parte, se vive bajo un clima de frustración, acentuándose la sospecha de nuestra empecinada y, aparentemente, irreversible decadencia. La orfandad de estrategias es un rasgo de nuestra actualidad, a pesar de la apelación a los mejores rasgos de la política moderna, como son el rol del Estado, el desarrollismo y, en general, los principios de solidaridad social, que el advenimiento del clima posmoderno sepultó prácticamente del imaginario. Por lo tanto, ¿cuál debería ser el camino a tomar en este Bicentenario que celebramos? ¿Acaso una transición revolucionaria desde lo viejo a lo nuevo, como en 1810? ¿O tal vez un ciclo de tímidas reformas, sobre todo políticas, como se emprendieron a partir de 1910? Volver a suturar nuestro país y dotarlo de un ideario no es tarea sencilla, por las voces y desencuentros que han ocurrido entre los argentinos. Por el contrario, parece que muchas personas con responsabilidad apelan a los peores vicios de nuestra sociedad, por ejemplo; a las vanas ilusiones y al irracionalismo. Incluso muchas ideas inaceptables, verdaderas zonceras, circulan entre nuestro imaginario, como aquella que sostiene que Argentina es una “Democracia joven”, hecho que sólo puede alentar la implementación de un “entretenimiento” sin fin, es decir, el peor de los “realismos” políticos.
Como argentinos y argentinas comprometidos con nuestro país y con la suerte de la humanidad debemos sortear muchas trampas y falsos dilemas en este 2010. Por ejemplo, convendría desterrar para siempre la elaboración que una vez acuñó el talentoso Bartolomé Mitre, en el sentido que nuestra Nación está destinada al éxito o a la grandeza. Antes bien, mi criterio es que siempre vamos a ser una Nación de segundo orden, aunque la cuestión estriba en lograr un modelo de convivencia y de justicia un poco más aceptable, para lo que será necesario, no obstante, mucho tiempo, disciplina y trabajo. Caminar por ese sendero implica dejar de lado los apiñamientos y la recurrente trampa de nuestro sistema económico y social, cuya esencia es, nunca lo olvidemos, una posición subordinada en el mundo. Los debates políticos, aunque ricos por su contenido cultural, deben ser sabiamente conducidos para que no se vuelvan arcaicos, a la hora de reconocer nuestra matriz social actual, signada por la precariedad, la reprimarización de la economía y los severos desafíos que arroja el proceso de Globalización.
Elevarnos de este escenario empobrecedor es nuestra tarea histórica (y heroica), como intentaron realizar los hombres de Mayo. Transitar las seducciones de la transición de un sistema hacia otro implica dormir siempre con un ojo abierto. Por lo tanto, nuestros esfuerzos deben estar dirigidos a plantear los caminos materiales e intelectuales que debe transitar la humanidad de cara al futuro, distinguiendo las transformaciones de los arquetipos que durante siglos han aglutinado a los seres humanos. Romper con la presente esclerosis política y cultural no resultará fácil, ya que lamentablemente muchos viven de ella. Sin embargo, no intentarlo sería una traición, sería desembocar en un callejón sin salida, sin oxígeno ni vida, en definitiva, implicaría claudicar ante una verdadera parodia histórica.



(*) Profesor y Licenciado en Historia.
Sección Etnohistoria, I.C.A., F.F. y L. U.B.A.
pablosemadeni@hotmail.com