
Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti (*)
A un siglo de la eficaz operación pedagógica realizada por el sistema escolar argentino, que permitió consolidar un determinado imaginario colectivo de ciudadanía y pertenencia en millones de hijos de inmigrantes.
“¡Hay en la Tierra una Argentina!
He aquí la región del Dorado,
He aquí el paraíso terrestre,
He aquí la ventura esperada,
He aquí el vellocino de oro”
Rubén Darío
He aquí la región del Dorado,
He aquí el paraíso terrestre,
He aquí la ventura esperada,
He aquí el vellocino de oro”
Rubén Darío
El Batallón Patriótico Infantil en
los recuerdos de un militante comunista
A mediados de mayo de 1910 reinaba especial agitación en una quinta de frutales y hortalizas ubicada en el barrio Nueva Roma, en las afueras de la ciudad santafecina de Casilda. Uno de sus habitantes, un niño de diez años entonces, recordaría para siempre ese clima, al punto de poder narrárselo con lujo de detalles más de siete décadas después al escritor que lo entrevistaba para dar forma a un libro biográfico. Ese niño se llamaba Florindo Moretti. Había nacido con el siglo XX en Rosario, pasado su primera infancia en una chacra de Los Molinos, desde donde se había trasladado con sus mayores y sus hermanos a esa huerta de la periferia de Casilda. Hijo de un campesino marcheggiano, por vía materna – los Zallocco- remitía su familia a una tradición obrera ferroviaria: sus tíos eran maquinistas y activos militantes de La Fraternidad en el rosarino Cruce Alberdi, y el padre de estos -su abuelo- había sido peón de planchada en la estación Ludueña, cargando pesados bultos en el intercambio de los ferrocarriles Central Argentino y Provincial de Santa Fe, que convergían en ese punto. El padre y los cuatro abuelos de este niño habían nacido en Italia, y el italiano era una coloquial y natural manera de expresarse en el ámbito familiar, barrial y pueblerino.
En 1983, en la antesala de la muerte tras una larga y consecuente vida de luchas y militancia dentro del Partido Comunista Argentino (al punto que durante décadas fue considerado el natural referente del mismo en la provincia de Santa Fe y en alguna oportunidad -en los breves períodos en que esa fuerza política no estaba proscripta- ungido con el cargo más honorífico que práctico de candidato a vicepresidente de la Nación), dio testimonio entonces Moretti para un libro que resultaría póstumo, acerca de la causa de esa agitación de esos días en su hogar. La misma no tenía otro origen que la proximidad del Centenario de la Revolución de Mayo. Dentro del programa de festejos ocupaba lugar central el desfile del día 25 por las avenidas que convergían en la enorme plaza Carlos Casado (así mensuraban los ojos de Moretti niño el tamaño de las cuatro manzanas que constituían el principal y tal vez entonces único paseo público casildense). La parada militar tendría como protagonista fundamental al Batallón Patriótico Infantil, formado expresamente para esos festejos con los alumnos de las escuelas de Casilda y sus colonias adyacentes. Era todo un acontecimiento ya el conjunto de preparativos en si.
Su madre, Enriqueta Zallocco, viajó a Rosario especialmente a comprar los uniformes.
Hasta su padre, Giovanni Moretti, pareció olvidar que había emigrado apresurada y furtivamente a la Argentina desde su Recanati natal para evitar ser levado nuevamente tras cumplir su servicio militar, y convertirse como tantos desarrapados peninsulares en carne de cañón de las absurdas pretensiones imperiales de la Casa de Saboya en el cuerno de África. Alentaba ardorosamente los ensayos de sus hijos, conminándolos risueñamente a hacer un papel decoroso en el desfile, ya que el “había sido bersaglieri” en Italia y sabía desfilar correctamente.
Llegado finalmente el 25 de mayo de 1910, el Batallón Patriótico Infantil desfiló aclamado por la gente que en gran número se dio cita a lo largo de los actuales bulevares Buenos Aires y Ovidio Lagos, colmando la plaza Casado. Los registros fotográficos muestran un clima participativo y alegre del público. “Ropas domingueras”, las bandas musicales perpetrando con entusiasmo a fuerza de tuba y trombón su repertorio, banderas y escarapelas colgadas por doquier. No solo argentinas por cierto, sino también ondeaba aquí y allá la “bandiera tricolore” y alguna rojigualda enseña española.
En conclusión: las fiestas mayas habían tenido un éxito notable en esa población donde quien más, quien menos, el que no era italiano, era hijo de italianos. El fervor patriótico había subido de arriba abajo, de hijos a padres. La idea de la nueva nacionalidad no era incompatible con la vieja, y así, en esa clave se entiende que en el mismo lugar unos meses después los mismos protagonistas rindieran con idéntico fervor tributo a la terra lontana, festejando de igual manera el 20 de septiembre de 1910, fecha esta en que se cumplían cuatro décadas exactas de la entrada de las tropas garibaldinas por la Porta Pía a Roma, hecho simbólico que dio paso a la unificación italiana.
Pompas oficiales, festejos populares
El gobierno nacional argentino encabezado por el saliente presidente José Figueroa Alcorta, organizó en la ciudad de Buenos Aires grandes fastos en los actos centrales con una gran parada militar, visitantes ilustres encabezados por el presidente de Chile y una rolliza y confianzuda Infanta de la reinante corona española, inauguración de monumentos o piedras fundamentales y veladas de gala en el Teatro Colón donde la poderosa élite usufructuaria de los beneficios del Modelo Agro Exportador, al festejar el triunfo de la “Argentina de los ganados y las mieses” se festejaba a sí misma como clase dominante y casi hegemónica, en sentido gramsciano.
En 1910 la Argentina contaba con siete millones de habitantes. Festejaba el primer siglo de un proceso comenzado con veinte veces menos de población. En realidad el inmovilismo había perdurado casi toda la primera mitad de ese siglo. El quiebre traumático del orden tardo colonial, la disolución de una autoridad central, las violentas pujas entre las distintas élites regionales y la larga y estéril autocracia rosista, habían retrasado notablemente el desarrollo del país. Este panorama, cuasi estático y acotado, cambia a partir de Caseros. Los nuevos aires de inserción del país en el pujante capitalismo de “La Segunda Revolución Industrial”, y el papel agro-exportador dependiente que asume en la división internacional del trabajo, hacen necesario la puesta en marcha de un proceso modernizador.
Hitos fundamentales de este proceso, son la afluencia de capitales, la construcción de una red de transportes y comunicaciones que tornen viable y redituable la explotación económica primaria, la importación de brazos para sostener esa nueva infraestructura, y la consolidación de un Estado que discipline y controle esos brazos. Entonces al amparo de instituciones y leyes inmanentes al desarrollo histórico, el régimen de producción capitalista se afirmará y proyectará con vasto vuelo y extraordinario empuje. Creará las condiciones materiales que harán a la existencia de una clase asalariada, que en forma de proletariado, reemplazará al viejo artesanado, el cual desaparecerá ante el doble y relacionado embate de la inmigración masiva y la concentración de la población en centros urbanos.
El avecinamiento de este verdadero aluvión de individuos provenientes de las más diversas regiones del mundo generó en los miembros de la élite la sensación de perturbación del orden social en tanto miles de extranjeros se agolpaban en las ciudades y aportaban sus formas de vida y costumbres diferentes a las nativas. Además al comienzo de este proceso se vieron sorprendidos por un fenómeno nuevo: una buena parte de ellos portaban nuevas ideologías con las cuales habían transitado diversas experiencias de organización sindical en Europa, habían sido miembros de la primera Internacional de Trabajadores o huían de las represiones gubernamentales debido a los procesos de conformación del movimiento obrero. Casi mecánicamente los miembros de la élite establecen una sinonimia entre extranjero y perturbador social.
No podemos sin embargo generalizar. No todo inmigrante podía ser encuadrado en ese marco ideológico. Muchos no traen conciencia de clase alguna. En el cambio de siglo, un lúcido representante del Régimen, Juan Bialet Massé opinará que
“... la mayor parte de los inmigrantes que vienen son mendigos, una masa de cabezas huecas que creen que llegando al país deben darles trabajo en la Plaza de Mayo, y recibirlos a mantel puesto, dándoles aquí leyes, instituciones y diversiones al modo de su tierra”.
Pero en esa percepción inorgánica a determinados derechos, está el peligro principal que representa el inmigrante. Esas apetencias convierten al trabajador extranjero que arriba a estas playas en un agitador potencial.
El extranjero pasa a ser entonces, una figura contradictoria para la élite. Forzosamente necesario para su proyecto de nación y al mismo tiempo objeto de demonización. Demonio que se encarna recurrentemente al compás de una progresiva agudización del conflicto social. En este sentido el clásico y remanido episodio de la quema del Colegio del Salvador ocurrido en la década de 1870 no es más que el inicio de una serie de acontecimientos que culminan normados en la sanción en 1902 de la Ley de Residencia.
Es en esta primera década del siglo XX que el conflicto adquiere extrema violencia. A los movimientos de protesta en demanda de determinadas reivindicaciones, el Estado responde con la represión: tras una huelga importante (tal la de la Refinería de Rosario en 1902) o el intento de conmemorar el 1º de Mayo (1904, 1905 o 1909) llega la punición con su secuela de muertos, heridos, la sanción del Estado de Sitio y la aplicación de la Ley de Residencia, que diezma los cuadros de las centrales obreras, mayoritariamente extranjeros. A veces esta violencia de arriba, es contestada desde abajo. Tal el caso del ajusticiamiento en noviembre de 1909 del Jefe de Policía de la Capital, en venganza por lo sucedido en los sucesos del día de los trabajadores de ese año, cuando ese personaje, el coronel Ramón Falcón, ordenó balear una manifestación anarquista. El autor del atentado fue un adolescente obrero mecánico, llegado poco tiempo antes al país, y cuyo nombre, Simón Radowitzky, se convirtió en un símbolo de lucha y reivindicación para los militantes anarquistas. Tras dos décadas de detención en condiciones de extrema dureza en el Presidio de Ushuaia, fue indultado y al mismo tiempo deportado por el presidente Yrigoyen. Como espectrales testimonios de esa lucha durante muchos años siguieron circulando por la red ferroviaria argentina vagones que en sus laterales clamaban escritos con múltiples grafías: “libertad a Radowitzky”.
La escuela pública como factor de
argentinización de los hijos de inmigrantes
Es en esa complicada coyuntura que en mayo de 1910 al mismo tiempo que ocurría la celebración oficial principal, los festejos se repetían en pueblos, barrios y ciudades. Lo sucedido en Casilda se multiplicó a lo largo y ancho de la República. Pese al clima de incertidumbre y convulsión política y social –el gobierno nacional había declarado preventivamente el Estado de Sitio y movilizado las fuerzas militares y de seguridad, disponibles- las fiestas mayas del Centenario transcurrieron con normalidad y con un fervor patriótico similar al vivido en la casildense plaza Carlos Casado. Y al igual que en la próspera ciudad santafesina inserta en la más feraz geografía de lo que empezaba a ser la pampa gringa, en todos lados hubo un protagonista fundamental que fogoneaba y conducía ese proceso de legitimación de la nacionalidad a partir de la efemérides: la escuela pública, laica, obligatoria y gratuita, que encontraba sustento legal en el tal vez mejor legado de la primera administración de Julio Roca, esto es la Ley 1.420 de Educación Común, sancionada y promulgada en el año 1884.
Era este proceso de fogoneo patriótico desde el aula un fenómeno notable y para nada “natural”. Y además reciente. En efecto, recién en último tercio del siglo XIX, el Estado comenzó a hacerse cargo de la educación pública, con la intención de formar la conciencia nacional. En este sentido, la corriente que expresaban los nacionalismos europeos de celebrar las efemérides y acontecimientos oficiales y de construir estatuas y monumentos dedicados a los grandes hombres o a los ideales que representaba la historia nacional, fue adoptada por la clase dirigente argentina para imponer símbolos nacionales y fomentar el patriotismo. En dichas celebraciones se apelaba a relatos sobre acontecimientos de la historia nacional con la participación de niños cantando el himno, saludando a la bandera y venerando a la patria. Esto favorecería la creación de un vínculo con el pasado para la legitimación del presente. Así, los actos escolares aparecieron en la escuela como una operación adecuada para dotar de una base cultural común a los hijos de los inmigrantes y a los descendientes de la antigua población nativa. Esta operación encontró, como ya vimos, feliz corolario durante los prolongados festejos del Centenario de la Revolución de Mayo, Este hecho consolidó la necesidad y el convencimiento de conmemorar las efemérides con fervor patriótico y restó temor a que la diversidad de culturas de aluvión se tornara amenazadora para la unidad nacional.
Maestros que no enseñan en castellano
por desconocer el idioma
Si 1910 vio la exitosa concreción de ese proceso de nacionalización a partir del sistema público escolar, pocos años antes no todos lo entendían así. Según la historiadora Lilia Bertoni, aún hacia 1887, y a lo que a la Capital Federal refiere, la celebración de las fiestas patrias no constituía una actividad docente regular, sino que dependían en mayor o menor medidas de la voluntad de los maestros. Destaca Bertoni el caso casi excepcional de Pablo Pizzurno (con cuyo nombre hoy se conoce al edificio monumental que alberga al Ministerio de Educación de la Nación), quien reunía a los alumnos de la circunscripción escolar a su cargo en actos multitudinarios en que les recordaba el sentido de la Revolución de Mayo y les hacía cantar el himno.
En ese mismo tiempo se sucedían las denuncias como la que se presenta en la Legislatura de la Provincia de Santa Fe, en donde se da cuenta que en las colonias agrícolas de la zona centro oeste, los hijos de extranjeros siguen considerando a la nacionalidad de sus padres como la propia “… ¿Qué es usted? preguntó –el inspector escolar- a un niño. Alemán le respondió. ¿Dónde ha nacido? En la Colonia Esperanza. ¿Y usted? preguntó a otro. Suizo, le contestó. ¿Dónde nació? En la Colonia Humboldt.”
Esto que sucedía en las colonias santafecinas no resultaba mera anécdota acotada a esos espacios rurales. A lo largo de la vasta geografía de la llanura pampeana, en pequeños pueblos y en las grandes ciudades, las diferentes comunidades europeas afincadas organizaban sus propios festejos para conmemorar sucesos de su historia y homenajear a sus propios héroes. Las fiestas de los italianos eran las más imponentes, con coros de niños de las escuelas italianas, con música a cargo de bandas de los bomberos, bailes y entretenimientos. Los extranjeros por entonces superaban con creces la mitad del total de habitantes de Rosario y Buenos Aires, los dos aglomerados urbanos que crecían al calor del fenómeno migratorio de ultramar, y en el resto del país aportaban entre un cuarto y un tercio de la población. Porcentajes que adquieren mayor contundencia si entendemos que buena parte de los argentinos nativos eran niños de corta edad, hijos de padres inmigrantes. La presencia de esa extranjería desafiaba la pretendida homogeneidad de la Nación. Además de sus fiestas, las distintas comunidades tenían también sus escuelas, sus diarios y sus asociaciones.
Las críticas asimismo refieren al grado de analfabetismo de muchos inmigrantes, así como el poco interés que los mismos demuestran por la educación de sus hijos argentinos. Ya no es una mera cuestión de nacionalidad sino un problema socio cultural. Al respecto el historiador Juan Álvarez opina que especialmente en la última dos décadas del siglo XIX, arriba a estas playas un proletariado europeo cuyo nivel es inferior al del mestizo nativo. La venida en cantidad considerable de esa clase de inmigración no hace sino complicar la higiene pública y la sanidad de las ciudades donde mayoritariamente se establece en condiciones lamentables de hacinamiento y promiscuidad. Muchos de ellos, provenientes de un miserable marco aldeano de la empobrecida Europa Mediterránea y Centro-Oriental, no tienen la mínima noción de ciudadanía y nacionalidad, siquiera la de los países en que nacieron. Mal pueden entonces transmitir a su descendencia, algún sentido de pertenencia a la nueva tierra, valores inexistentes para estos tránsfugas que huyen de un continente a otro, llevando consigo el estigma de su marginalidad.
Unos años antes, en 1875, la misma Legislatura santafecina recibe un informe de un inspector de colonias que claramente indica: “…las escuelas en muchas colonias están mal regenteadas, puesto que alguno de los preceptores no conocen el idioma castellano y solo enseñan el idioma francés y alemán, cuando gran parte de los niños son hijos de este suelo. Esto, Señor Ministro, le he presenciado en mi visita oficial, cuando al examinar algunas escuelas, he dirigido preguntas sencillas en castellano a los alumnos y no me han sabido comprender; y esto, señor, es un abuso que debe cortarse; porque, de que nos sirve que los hijos de la patria sepan un idioma extranjero, si no saben el idioma nacional”.
Las efemérides mayas: de fiesta popular
a recurso didáctico pedagógico
Frente a tales “abusos” que alarmaban en grado sumo a las élites gobernantes, el patriotismo inculcado desde el sistema escolar llegó a convertirse en un proyecto nacional fundamental. Había que crear un ambiente histórico que diese cuenta de la convicción puesta en el proyecto. La escuela fue la encargada de tal objetivo, las efemérides su herramienta de transmisión
El Centenario se constituyó en la prueba final y culminante del éxito de esa operación.
Las llamadas fiestas mayas se habían celebrado en Buenos Aires desde el primer aniversario de los sucesos ocurridos en el otoño de 1810. Como una forma de legitimación de un proceso de final abierto y dudoso, la Junta Grande organizó para el 25 de mayo de 1811 una serie de actividades lúdicas dirigidas principalmente a la plebe urbana (bailes, fuegos de artificios, juegos y loterías, etc.). Era una forma de tener de su lado a esos sectores subalternos, en la puja que dividía a las élites de la ex capital virreynal. El motín de Álzaga de unos meses después, sofocado con la ayuda del llamado “bajo pueblo”, demostraría lo acertado de esta estrategia de cooptación mediante el divertimento, que ponía sordina a las miserias de la leva forzosa.
Ese carácter de fiesta popular, circense, plebeya en esencia por el grado de participación, espontaneísmo y alegría de las masas se mantendrá durante muchos años. A finales de los años cuarenta uno de los artífices de la Generación de 1837 (el grupo intelectual que instituyó a “Mayo” como el inicio del proceso de nacionalidad), nos referimos a Félix Frías, a la sazón desterrado por su oposición a la dictadura de Rosas, en carta a su hermana no se le ocurrió mejor figura para describir la alegría que imperaba en las celebraciones de las fiestas patronales de algunas aldeas italianas, que establecer una comparación contundente: “son para estos pueblitos como el 25 de mayo lo es para nosotros”.
Esa característica espontánea y popular de las fiestas mayas se conservó durante cierto tiempo. Aún cuando el proceso de Organización Nacional iba consolidando las estructuras estatales. Todavía a comienzos de la década de 1880 se seguían practicando los mismos juegos con participación masiva y entusiasta de la población. Lo lúdico continuaba siendo un aspecto central de la fiesta con el juego del palo enjabonado, la carrera de sortijas, los juegos de azar, los fuegos artificiales y los espectáculos circenses y de payasos. Las fiestas mayas conservaban todavía su carácter tradicional y pueblerino, aunque por muy poco tiempo.
Avanzada la década las celebraciones patrióticas se tornaron solemnes. Los actos centrales tenían lugar en la ciudad porteña, devenida tras siete décadas de luchas civiles, Capital de un Estado por primera vez unificado territorial y políticamente. Los actos se repetían con menor envergadura en las capitales de las catorce provincias, y en otras ciudades y pueblos del país. Desde entonces, al presidente de la Nación, acompañado de otras autoridades nacionales, encabezaba la conmemoración.
Además de la tradicional misa con Tedeum, desfilaba por las calles del centro el Ejército Nacional saludando a las autoridades ubicadas en un palco oficial, y adquiría una relevancia nueva el discurso del presidente de la Nación. En las plazas del centro, la población dejó de ser protagonista y pasó a ser mera espectadora. La diversión y las actividades populares se desplazaron hacia las periferias, pero ya estaban condenadas por el cambio de los tiempos.
La solemnidad institucional tuvo su contrapartida: la apatía de la gente, reflejada en la prensa que daba cuenta de los actos. Los periodistas consideraban alarmante la indiferencia de la población y recordaban con nostalgia la alegría y el fervor de la fiesta en tiempos pasados.
…Y entonces llegó Pizzurno
Ya señalamos el papel desempeñado en ese tiempo por el educador Pablo Pizzurno en su tarea de transmitir valores patrióticos en una teatral puesta en escena, a los alumnos de las escuelas porteñas sobre las que tenía jurisdicción.
Al gobierno nacional le entusiasmó la idea del joven maestro y en consecuencia le encargó la organización de un gran acto escolar en la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires para el aniversario de la Independencia Argentina en julio de 1887. Pese a algunas fallas de coordinación, la convocatoria fue un éxito.
A partir de 1888 los actos centrales de las fiestas mayas contaron con el protagonismo de los alumnos de las escuelas, ya desfilando, ya formando un coro gigantesco que interpretaba el himno y canciones patrióticas, con el acompañamiento de las bandas del Ejército Nacional. El público retornó con entusiasmo a presenciar las celebraciones.
En 1891 el Consejo Nacional de Educación tomó una medida de importancia simbólica y práctica a la vez. Fue esta la creación de los batallones infantiles al tiempo que reglamentaba minuciosamente los actos escolares. Los festejos se debían realizar en las plazas y paseos de las ciudades. La estrategia consistía en que, en torno de los batallones integrados por los alumnos que desfilaban y cantaban el himno, se congregaran las familias y vecinos, y se revitalizara así el sentimiento patriótico. El éxito coronó esta decisión perdurando y perfeccionándose a lo largo de las décadas en un crescendo que culmina en el vívido recuerdo de Florindo Moretti, integrando uno de esos batallones desfilando en olor de multitudes por las avenidas de la plaza Carlos Casado de Casilda el 25 de mayo de 1910.
Las clases gobernantes habían apostado entonces a la fiesta patriótica como herramienta para crear y reforzar una identidad nacional, y los escolares fueron ubicados para ser el centro de atracción.
Pero esto no bastaba, tenían que existir apoyos complementarios y esenciales a tal operación. Uno de estos fue la creación y el mecenazgo oficial de la Historia entendida como disciplina y no como mero diletantismo intelectual. Es sintomático que en esos años, un exponente privilegiado de la élite, Bartolomé Mitre, cree la Junta de Historia y Numismática, embrión institucional que propone por vez primera cientificidad metodológica en el estudio del pasado.
Era este un paso fundamental para intentar que los inmigrantes y fundamentalmente los hijos nativos de estos, se vincularan identificándose con los episodios fundacionales de la nacionalidad. La élite se propuso construir y difundir una imagen del pasado de la patria, heroico y unánime, que funcionara como modelo para las nuevas generaciones. Desde el Estado surgieron distintas iniciativas para “despertar” o “encender” el sentimiento de amor a la patria trazando un puente entre el pasado y el presente.
¿Por qué la historia? Porque un pasado común y compartido es un factor de peso en la construcción de las identidades. Ese pasado común tomó la forma de un discurso histórico, un relato nacional protagonizado por hombres excepcionales, que encarnaban el alma de la Nación. La enseñanza de la historia tradicional sin disensos ni conflictos, donde prima la armonía y la unanimidad, tenía un objetivo fundamentalmente identitario.
El régimen conservador gobernante impulsó la multiplicación de las escuelas públicas, (especialmente a partir de 1884 con la sanción de la Ley 1.420 de Educación Común), la revisión de los planes de estudio, la reglamentación de los actos escolares y otros rituales patrióticos en las escuelas y conmemoraciones oficiales. Se ocupó además de la construcción de museos para reunir y conservar lo que se definía como patrimonio, como el Museo Histórico Nacional creado en 1889 y la construcción de monumentos para homenajear a los próceres que incorporaba al panteón oficial. Fue entonces cuando el presidente Miguel Juárez Célman sostuvo que era importante construir nuevos monumentos porque ya casi no quedaban sobrevivientes de aquel pasado heroico que pudieran asegurar la transmisión de ese tesoro simbólico. Le preocupaba la posibilidad de que con la muerte de los últimos testigos desapareciera el vínculo con el pasado patrio.
Se equivocaba Juárez Célman. El gran vínculo con ese pasado no pasaba por algún decrépito nonagenario, soldado en su juventud de las Guerras de la Independencia, sino por la escuela. Sin transmisión en el aula no había viabilidad alguna de traer el pasado al presente en una sociedad que cambiaba y se modernizaba a pasos de gigante. Si en la década de 1850 Mitre y López podía entablar polémica acerca de si se debía instaurar a San Martín o a Belgrano como héroe máximo de la nacionalidad, aportando cada uno al debate documentación conseguida de primera mano en arcones familiares, dado la pertenencia de ambos polemistas a las acotadas élites, medio siglo después eso ya no era posible. La complejización de la historia tenía en los nuevos y específicos lugares de estudio su profesionalidad, pero en el sistema escolar a sus destinatarios fundamentales. Así lo entiende el propio Mitre, que en 1901 en ocasión de su Jubileo, dirige un mensaje ya en estatura de prócer que está más allá de las luchas políticas coyunturales, a las jóvenes generaciones, a los alumnos que forman su visión del pasado nacional en buena medida en base a la “Historia Oficial” por el creada. Mitre saluda en ese discurso al “grande día del Centenario de la patria” que intuye con acierto el no llegará a ver físicamente, y reclama a los alumnos que hagan honor a esa magna fecha imbuidos del patriotismo que les legaron los “héroes que fundaron la Argentina” (muchos de ellos elevados al procerato, o desplazados del mismo, por decisión discrecional del propio Mitre). La conjunción de ritual simbólico, sistema escolar y utilización discrecional del pasado, para legitimar a partir de la celebración de unas efemérides aparece así de manera prístina.
Hoy en este 2010, memoramos no solo un Bicentenario, sino también el Centenario de ese Centenario, entendido este con pertinencia acotada al formidable rol de constructora de ciudadanía que tuvo en tal contingencia histórica la escuela pública argentina. Una institución sobre la cual vale la pena reflexionar acerca su papel actual a partir de comprender su actuación histórica en la formación de este imaginario colectivo que aglutina bajo el nombre de Argentina a cuarenta millones de habitantes que se sienten parte y dueños de ese capital simbólico común.
En 1983, en la antesala de la muerte tras una larga y consecuente vida de luchas y militancia dentro del Partido Comunista Argentino (al punto que durante décadas fue considerado el natural referente del mismo en la provincia de Santa Fe y en alguna oportunidad -en los breves períodos en que esa fuerza política no estaba proscripta- ungido con el cargo más honorífico que práctico de candidato a vicepresidente de la Nación), dio testimonio entonces Moretti para un libro que resultaría póstumo, acerca de la causa de esa agitación de esos días en su hogar. La misma no tenía otro origen que la proximidad del Centenario de la Revolución de Mayo. Dentro del programa de festejos ocupaba lugar central el desfile del día 25 por las avenidas que convergían en la enorme plaza Carlos Casado (así mensuraban los ojos de Moretti niño el tamaño de las cuatro manzanas que constituían el principal y tal vez entonces único paseo público casildense). La parada militar tendría como protagonista fundamental al Batallón Patriótico Infantil, formado expresamente para esos festejos con los alumnos de las escuelas de Casilda y sus colonias adyacentes. Era todo un acontecimiento ya el conjunto de preparativos en si.
Su madre, Enriqueta Zallocco, viajó a Rosario especialmente a comprar los uniformes.
Hasta su padre, Giovanni Moretti, pareció olvidar que había emigrado apresurada y furtivamente a la Argentina desde su Recanati natal para evitar ser levado nuevamente tras cumplir su servicio militar, y convertirse como tantos desarrapados peninsulares en carne de cañón de las absurdas pretensiones imperiales de la Casa de Saboya en el cuerno de África. Alentaba ardorosamente los ensayos de sus hijos, conminándolos risueñamente a hacer un papel decoroso en el desfile, ya que el “había sido bersaglieri” en Italia y sabía desfilar correctamente.
Llegado finalmente el 25 de mayo de 1910, el Batallón Patriótico Infantil desfiló aclamado por la gente que en gran número se dio cita a lo largo de los actuales bulevares Buenos Aires y Ovidio Lagos, colmando la plaza Casado. Los registros fotográficos muestran un clima participativo y alegre del público. “Ropas domingueras”, las bandas musicales perpetrando con entusiasmo a fuerza de tuba y trombón su repertorio, banderas y escarapelas colgadas por doquier. No solo argentinas por cierto, sino también ondeaba aquí y allá la “bandiera tricolore” y alguna rojigualda enseña española.
En conclusión: las fiestas mayas habían tenido un éxito notable en esa población donde quien más, quien menos, el que no era italiano, era hijo de italianos. El fervor patriótico había subido de arriba abajo, de hijos a padres. La idea de la nueva nacionalidad no era incompatible con la vieja, y así, en esa clave se entiende que en el mismo lugar unos meses después los mismos protagonistas rindieran con idéntico fervor tributo a la terra lontana, festejando de igual manera el 20 de septiembre de 1910, fecha esta en que se cumplían cuatro décadas exactas de la entrada de las tropas garibaldinas por la Porta Pía a Roma, hecho simbólico que dio paso a la unificación italiana.
Pompas oficiales, festejos populares
El gobierno nacional argentino encabezado por el saliente presidente José Figueroa Alcorta, organizó en la ciudad de Buenos Aires grandes fastos en los actos centrales con una gran parada militar, visitantes ilustres encabezados por el presidente de Chile y una rolliza y confianzuda Infanta de la reinante corona española, inauguración de monumentos o piedras fundamentales y veladas de gala en el Teatro Colón donde la poderosa élite usufructuaria de los beneficios del Modelo Agro Exportador, al festejar el triunfo de la “Argentina de los ganados y las mieses” se festejaba a sí misma como clase dominante y casi hegemónica, en sentido gramsciano.
En 1910 la Argentina contaba con siete millones de habitantes. Festejaba el primer siglo de un proceso comenzado con veinte veces menos de población. En realidad el inmovilismo había perdurado casi toda la primera mitad de ese siglo. El quiebre traumático del orden tardo colonial, la disolución de una autoridad central, las violentas pujas entre las distintas élites regionales y la larga y estéril autocracia rosista, habían retrasado notablemente el desarrollo del país. Este panorama, cuasi estático y acotado, cambia a partir de Caseros. Los nuevos aires de inserción del país en el pujante capitalismo de “La Segunda Revolución Industrial”, y el papel agro-exportador dependiente que asume en la división internacional del trabajo, hacen necesario la puesta en marcha de un proceso modernizador.
Hitos fundamentales de este proceso, son la afluencia de capitales, la construcción de una red de transportes y comunicaciones que tornen viable y redituable la explotación económica primaria, la importación de brazos para sostener esa nueva infraestructura, y la consolidación de un Estado que discipline y controle esos brazos. Entonces al amparo de instituciones y leyes inmanentes al desarrollo histórico, el régimen de producción capitalista se afirmará y proyectará con vasto vuelo y extraordinario empuje. Creará las condiciones materiales que harán a la existencia de una clase asalariada, que en forma de proletariado, reemplazará al viejo artesanado, el cual desaparecerá ante el doble y relacionado embate de la inmigración masiva y la concentración de la población en centros urbanos.
El avecinamiento de este verdadero aluvión de individuos provenientes de las más diversas regiones del mundo generó en los miembros de la élite la sensación de perturbación del orden social en tanto miles de extranjeros se agolpaban en las ciudades y aportaban sus formas de vida y costumbres diferentes a las nativas. Además al comienzo de este proceso se vieron sorprendidos por un fenómeno nuevo: una buena parte de ellos portaban nuevas ideologías con las cuales habían transitado diversas experiencias de organización sindical en Europa, habían sido miembros de la primera Internacional de Trabajadores o huían de las represiones gubernamentales debido a los procesos de conformación del movimiento obrero. Casi mecánicamente los miembros de la élite establecen una sinonimia entre extranjero y perturbador social.
No podemos sin embargo generalizar. No todo inmigrante podía ser encuadrado en ese marco ideológico. Muchos no traen conciencia de clase alguna. En el cambio de siglo, un lúcido representante del Régimen, Juan Bialet Massé opinará que
“... la mayor parte de los inmigrantes que vienen son mendigos, una masa de cabezas huecas que creen que llegando al país deben darles trabajo en la Plaza de Mayo, y recibirlos a mantel puesto, dándoles aquí leyes, instituciones y diversiones al modo de su tierra”.
Pero en esa percepción inorgánica a determinados derechos, está el peligro principal que representa el inmigrante. Esas apetencias convierten al trabajador extranjero que arriba a estas playas en un agitador potencial.
El extranjero pasa a ser entonces, una figura contradictoria para la élite. Forzosamente necesario para su proyecto de nación y al mismo tiempo objeto de demonización. Demonio que se encarna recurrentemente al compás de una progresiva agudización del conflicto social. En este sentido el clásico y remanido episodio de la quema del Colegio del Salvador ocurrido en la década de 1870 no es más que el inicio de una serie de acontecimientos que culminan normados en la sanción en 1902 de la Ley de Residencia.
Es en esta primera década del siglo XX que el conflicto adquiere extrema violencia. A los movimientos de protesta en demanda de determinadas reivindicaciones, el Estado responde con la represión: tras una huelga importante (tal la de la Refinería de Rosario en 1902) o el intento de conmemorar el 1º de Mayo (1904, 1905 o 1909) llega la punición con su secuela de muertos, heridos, la sanción del Estado de Sitio y la aplicación de la Ley de Residencia, que diezma los cuadros de las centrales obreras, mayoritariamente extranjeros. A veces esta violencia de arriba, es contestada desde abajo. Tal el caso del ajusticiamiento en noviembre de 1909 del Jefe de Policía de la Capital, en venganza por lo sucedido en los sucesos del día de los trabajadores de ese año, cuando ese personaje, el coronel Ramón Falcón, ordenó balear una manifestación anarquista. El autor del atentado fue un adolescente obrero mecánico, llegado poco tiempo antes al país, y cuyo nombre, Simón Radowitzky, se convirtió en un símbolo de lucha y reivindicación para los militantes anarquistas. Tras dos décadas de detención en condiciones de extrema dureza en el Presidio de Ushuaia, fue indultado y al mismo tiempo deportado por el presidente Yrigoyen. Como espectrales testimonios de esa lucha durante muchos años siguieron circulando por la red ferroviaria argentina vagones que en sus laterales clamaban escritos con múltiples grafías: “libertad a Radowitzky”.
La escuela pública como factor de
argentinización de los hijos de inmigrantes
Es en esa complicada coyuntura que en mayo de 1910 al mismo tiempo que ocurría la celebración oficial principal, los festejos se repetían en pueblos, barrios y ciudades. Lo sucedido en Casilda se multiplicó a lo largo y ancho de la República. Pese al clima de incertidumbre y convulsión política y social –el gobierno nacional había declarado preventivamente el Estado de Sitio y movilizado las fuerzas militares y de seguridad, disponibles- las fiestas mayas del Centenario transcurrieron con normalidad y con un fervor patriótico similar al vivido en la casildense plaza Carlos Casado. Y al igual que en la próspera ciudad santafesina inserta en la más feraz geografía de lo que empezaba a ser la pampa gringa, en todos lados hubo un protagonista fundamental que fogoneaba y conducía ese proceso de legitimación de la nacionalidad a partir de la efemérides: la escuela pública, laica, obligatoria y gratuita, que encontraba sustento legal en el tal vez mejor legado de la primera administración de Julio Roca, esto es la Ley 1.420 de Educación Común, sancionada y promulgada en el año 1884.
Era este proceso de fogoneo patriótico desde el aula un fenómeno notable y para nada “natural”. Y además reciente. En efecto, recién en último tercio del siglo XIX, el Estado comenzó a hacerse cargo de la educación pública, con la intención de formar la conciencia nacional. En este sentido, la corriente que expresaban los nacionalismos europeos de celebrar las efemérides y acontecimientos oficiales y de construir estatuas y monumentos dedicados a los grandes hombres o a los ideales que representaba la historia nacional, fue adoptada por la clase dirigente argentina para imponer símbolos nacionales y fomentar el patriotismo. En dichas celebraciones se apelaba a relatos sobre acontecimientos de la historia nacional con la participación de niños cantando el himno, saludando a la bandera y venerando a la patria. Esto favorecería la creación de un vínculo con el pasado para la legitimación del presente. Así, los actos escolares aparecieron en la escuela como una operación adecuada para dotar de una base cultural común a los hijos de los inmigrantes y a los descendientes de la antigua población nativa. Esta operación encontró, como ya vimos, feliz corolario durante los prolongados festejos del Centenario de la Revolución de Mayo, Este hecho consolidó la necesidad y el convencimiento de conmemorar las efemérides con fervor patriótico y restó temor a que la diversidad de culturas de aluvión se tornara amenazadora para la unidad nacional.
Maestros que no enseñan en castellano
por desconocer el idioma
Si 1910 vio la exitosa concreción de ese proceso de nacionalización a partir del sistema público escolar, pocos años antes no todos lo entendían así. Según la historiadora Lilia Bertoni, aún hacia 1887, y a lo que a la Capital Federal refiere, la celebración de las fiestas patrias no constituía una actividad docente regular, sino que dependían en mayor o menor medidas de la voluntad de los maestros. Destaca Bertoni el caso casi excepcional de Pablo Pizzurno (con cuyo nombre hoy se conoce al edificio monumental que alberga al Ministerio de Educación de la Nación), quien reunía a los alumnos de la circunscripción escolar a su cargo en actos multitudinarios en que les recordaba el sentido de la Revolución de Mayo y les hacía cantar el himno.
En ese mismo tiempo se sucedían las denuncias como la que se presenta en la Legislatura de la Provincia de Santa Fe, en donde se da cuenta que en las colonias agrícolas de la zona centro oeste, los hijos de extranjeros siguen considerando a la nacionalidad de sus padres como la propia “… ¿Qué es usted? preguntó –el inspector escolar- a un niño. Alemán le respondió. ¿Dónde ha nacido? En la Colonia Esperanza. ¿Y usted? preguntó a otro. Suizo, le contestó. ¿Dónde nació? En la Colonia Humboldt.”
Esto que sucedía en las colonias santafecinas no resultaba mera anécdota acotada a esos espacios rurales. A lo largo de la vasta geografía de la llanura pampeana, en pequeños pueblos y en las grandes ciudades, las diferentes comunidades europeas afincadas organizaban sus propios festejos para conmemorar sucesos de su historia y homenajear a sus propios héroes. Las fiestas de los italianos eran las más imponentes, con coros de niños de las escuelas italianas, con música a cargo de bandas de los bomberos, bailes y entretenimientos. Los extranjeros por entonces superaban con creces la mitad del total de habitantes de Rosario y Buenos Aires, los dos aglomerados urbanos que crecían al calor del fenómeno migratorio de ultramar, y en el resto del país aportaban entre un cuarto y un tercio de la población. Porcentajes que adquieren mayor contundencia si entendemos que buena parte de los argentinos nativos eran niños de corta edad, hijos de padres inmigrantes. La presencia de esa extranjería desafiaba la pretendida homogeneidad de la Nación. Además de sus fiestas, las distintas comunidades tenían también sus escuelas, sus diarios y sus asociaciones.
Las críticas asimismo refieren al grado de analfabetismo de muchos inmigrantes, así como el poco interés que los mismos demuestran por la educación de sus hijos argentinos. Ya no es una mera cuestión de nacionalidad sino un problema socio cultural. Al respecto el historiador Juan Álvarez opina que especialmente en la última dos décadas del siglo XIX, arriba a estas playas un proletariado europeo cuyo nivel es inferior al del mestizo nativo. La venida en cantidad considerable de esa clase de inmigración no hace sino complicar la higiene pública y la sanidad de las ciudades donde mayoritariamente se establece en condiciones lamentables de hacinamiento y promiscuidad. Muchos de ellos, provenientes de un miserable marco aldeano de la empobrecida Europa Mediterránea y Centro-Oriental, no tienen la mínima noción de ciudadanía y nacionalidad, siquiera la de los países en que nacieron. Mal pueden entonces transmitir a su descendencia, algún sentido de pertenencia a la nueva tierra, valores inexistentes para estos tránsfugas que huyen de un continente a otro, llevando consigo el estigma de su marginalidad.
Unos años antes, en 1875, la misma Legislatura santafecina recibe un informe de un inspector de colonias que claramente indica: “…las escuelas en muchas colonias están mal regenteadas, puesto que alguno de los preceptores no conocen el idioma castellano y solo enseñan el idioma francés y alemán, cuando gran parte de los niños son hijos de este suelo. Esto, Señor Ministro, le he presenciado en mi visita oficial, cuando al examinar algunas escuelas, he dirigido preguntas sencillas en castellano a los alumnos y no me han sabido comprender; y esto, señor, es un abuso que debe cortarse; porque, de que nos sirve que los hijos de la patria sepan un idioma extranjero, si no saben el idioma nacional”.
Las efemérides mayas: de fiesta popular
a recurso didáctico pedagógico
Frente a tales “abusos” que alarmaban en grado sumo a las élites gobernantes, el patriotismo inculcado desde el sistema escolar llegó a convertirse en un proyecto nacional fundamental. Había que crear un ambiente histórico que diese cuenta de la convicción puesta en el proyecto. La escuela fue la encargada de tal objetivo, las efemérides su herramienta de transmisión
El Centenario se constituyó en la prueba final y culminante del éxito de esa operación.
Las llamadas fiestas mayas se habían celebrado en Buenos Aires desde el primer aniversario de los sucesos ocurridos en el otoño de 1810. Como una forma de legitimación de un proceso de final abierto y dudoso, la Junta Grande organizó para el 25 de mayo de 1811 una serie de actividades lúdicas dirigidas principalmente a la plebe urbana (bailes, fuegos de artificios, juegos y loterías, etc.). Era una forma de tener de su lado a esos sectores subalternos, en la puja que dividía a las élites de la ex capital virreynal. El motín de Álzaga de unos meses después, sofocado con la ayuda del llamado “bajo pueblo”, demostraría lo acertado de esta estrategia de cooptación mediante el divertimento, que ponía sordina a las miserias de la leva forzosa.
Ese carácter de fiesta popular, circense, plebeya en esencia por el grado de participación, espontaneísmo y alegría de las masas se mantendrá durante muchos años. A finales de los años cuarenta uno de los artífices de la Generación de 1837 (el grupo intelectual que instituyó a “Mayo” como el inicio del proceso de nacionalidad), nos referimos a Félix Frías, a la sazón desterrado por su oposición a la dictadura de Rosas, en carta a su hermana no se le ocurrió mejor figura para describir la alegría que imperaba en las celebraciones de las fiestas patronales de algunas aldeas italianas, que establecer una comparación contundente: “son para estos pueblitos como el 25 de mayo lo es para nosotros”.
Esa característica espontánea y popular de las fiestas mayas se conservó durante cierto tiempo. Aún cuando el proceso de Organización Nacional iba consolidando las estructuras estatales. Todavía a comienzos de la década de 1880 se seguían practicando los mismos juegos con participación masiva y entusiasta de la población. Lo lúdico continuaba siendo un aspecto central de la fiesta con el juego del palo enjabonado, la carrera de sortijas, los juegos de azar, los fuegos artificiales y los espectáculos circenses y de payasos. Las fiestas mayas conservaban todavía su carácter tradicional y pueblerino, aunque por muy poco tiempo.
Avanzada la década las celebraciones patrióticas se tornaron solemnes. Los actos centrales tenían lugar en la ciudad porteña, devenida tras siete décadas de luchas civiles, Capital de un Estado por primera vez unificado territorial y políticamente. Los actos se repetían con menor envergadura en las capitales de las catorce provincias, y en otras ciudades y pueblos del país. Desde entonces, al presidente de la Nación, acompañado de otras autoridades nacionales, encabezaba la conmemoración.
Además de la tradicional misa con Tedeum, desfilaba por las calles del centro el Ejército Nacional saludando a las autoridades ubicadas en un palco oficial, y adquiría una relevancia nueva el discurso del presidente de la Nación. En las plazas del centro, la población dejó de ser protagonista y pasó a ser mera espectadora. La diversión y las actividades populares se desplazaron hacia las periferias, pero ya estaban condenadas por el cambio de los tiempos.
La solemnidad institucional tuvo su contrapartida: la apatía de la gente, reflejada en la prensa que daba cuenta de los actos. Los periodistas consideraban alarmante la indiferencia de la población y recordaban con nostalgia la alegría y el fervor de la fiesta en tiempos pasados.
…Y entonces llegó Pizzurno
Ya señalamos el papel desempeñado en ese tiempo por el educador Pablo Pizzurno en su tarea de transmitir valores patrióticos en una teatral puesta en escena, a los alumnos de las escuelas porteñas sobre las que tenía jurisdicción.
Al gobierno nacional le entusiasmó la idea del joven maestro y en consecuencia le encargó la organización de un gran acto escolar en la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires para el aniversario de la Independencia Argentina en julio de 1887. Pese a algunas fallas de coordinación, la convocatoria fue un éxito.
A partir de 1888 los actos centrales de las fiestas mayas contaron con el protagonismo de los alumnos de las escuelas, ya desfilando, ya formando un coro gigantesco que interpretaba el himno y canciones patrióticas, con el acompañamiento de las bandas del Ejército Nacional. El público retornó con entusiasmo a presenciar las celebraciones.
En 1891 el Consejo Nacional de Educación tomó una medida de importancia simbólica y práctica a la vez. Fue esta la creación de los batallones infantiles al tiempo que reglamentaba minuciosamente los actos escolares. Los festejos se debían realizar en las plazas y paseos de las ciudades. La estrategia consistía en que, en torno de los batallones integrados por los alumnos que desfilaban y cantaban el himno, se congregaran las familias y vecinos, y se revitalizara así el sentimiento patriótico. El éxito coronó esta decisión perdurando y perfeccionándose a lo largo de las décadas en un crescendo que culmina en el vívido recuerdo de Florindo Moretti, integrando uno de esos batallones desfilando en olor de multitudes por las avenidas de la plaza Carlos Casado de Casilda el 25 de mayo de 1910.
Las clases gobernantes habían apostado entonces a la fiesta patriótica como herramienta para crear y reforzar una identidad nacional, y los escolares fueron ubicados para ser el centro de atracción.
Pero esto no bastaba, tenían que existir apoyos complementarios y esenciales a tal operación. Uno de estos fue la creación y el mecenazgo oficial de la Historia entendida como disciplina y no como mero diletantismo intelectual. Es sintomático que en esos años, un exponente privilegiado de la élite, Bartolomé Mitre, cree la Junta de Historia y Numismática, embrión institucional que propone por vez primera cientificidad metodológica en el estudio del pasado.
Era este un paso fundamental para intentar que los inmigrantes y fundamentalmente los hijos nativos de estos, se vincularan identificándose con los episodios fundacionales de la nacionalidad. La élite se propuso construir y difundir una imagen del pasado de la patria, heroico y unánime, que funcionara como modelo para las nuevas generaciones. Desde el Estado surgieron distintas iniciativas para “despertar” o “encender” el sentimiento de amor a la patria trazando un puente entre el pasado y el presente.
¿Por qué la historia? Porque un pasado común y compartido es un factor de peso en la construcción de las identidades. Ese pasado común tomó la forma de un discurso histórico, un relato nacional protagonizado por hombres excepcionales, que encarnaban el alma de la Nación. La enseñanza de la historia tradicional sin disensos ni conflictos, donde prima la armonía y la unanimidad, tenía un objetivo fundamentalmente identitario.
El régimen conservador gobernante impulsó la multiplicación de las escuelas públicas, (especialmente a partir de 1884 con la sanción de la Ley 1.420 de Educación Común), la revisión de los planes de estudio, la reglamentación de los actos escolares y otros rituales patrióticos en las escuelas y conmemoraciones oficiales. Se ocupó además de la construcción de museos para reunir y conservar lo que se definía como patrimonio, como el Museo Histórico Nacional creado en 1889 y la construcción de monumentos para homenajear a los próceres que incorporaba al panteón oficial. Fue entonces cuando el presidente Miguel Juárez Célman sostuvo que era importante construir nuevos monumentos porque ya casi no quedaban sobrevivientes de aquel pasado heroico que pudieran asegurar la transmisión de ese tesoro simbólico. Le preocupaba la posibilidad de que con la muerte de los últimos testigos desapareciera el vínculo con el pasado patrio.
Se equivocaba Juárez Célman. El gran vínculo con ese pasado no pasaba por algún decrépito nonagenario, soldado en su juventud de las Guerras de la Independencia, sino por la escuela. Sin transmisión en el aula no había viabilidad alguna de traer el pasado al presente en una sociedad que cambiaba y se modernizaba a pasos de gigante. Si en la década de 1850 Mitre y López podía entablar polémica acerca de si se debía instaurar a San Martín o a Belgrano como héroe máximo de la nacionalidad, aportando cada uno al debate documentación conseguida de primera mano en arcones familiares, dado la pertenencia de ambos polemistas a las acotadas élites, medio siglo después eso ya no era posible. La complejización de la historia tenía en los nuevos y específicos lugares de estudio su profesionalidad, pero en el sistema escolar a sus destinatarios fundamentales. Así lo entiende el propio Mitre, que en 1901 en ocasión de su Jubileo, dirige un mensaje ya en estatura de prócer que está más allá de las luchas políticas coyunturales, a las jóvenes generaciones, a los alumnos que forman su visión del pasado nacional en buena medida en base a la “Historia Oficial” por el creada. Mitre saluda en ese discurso al “grande día del Centenario de la patria” que intuye con acierto el no llegará a ver físicamente, y reclama a los alumnos que hagan honor a esa magna fecha imbuidos del patriotismo que les legaron los “héroes que fundaron la Argentina” (muchos de ellos elevados al procerato, o desplazados del mismo, por decisión discrecional del propio Mitre). La conjunción de ritual simbólico, sistema escolar y utilización discrecional del pasado, para legitimar a partir de la celebración de unas efemérides aparece así de manera prístina.
Hoy en este 2010, memoramos no solo un Bicentenario, sino también el Centenario de ese Centenario, entendido este con pertinencia acotada al formidable rol de constructora de ciudadanía que tuvo en tal contingencia histórica la escuela pública argentina. Una institución sobre la cual vale la pena reflexionar acerca su papel actual a partir de comprender su actuación histórica en la formación de este imaginario colectivo que aglutina bajo el nombre de Argentina a cuarenta millones de habitantes que se sienten parte y dueños de ese capital simbólico común.

(*) Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar
http://grupoefefe.blogspot.com
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